lunes, 7 de octubre de 2013

Capítulo 8;

Todo final, es un comienzo. 


Mi vida es complicada de definir, inclusive de tocar. Es el aire que se arremolina entre las escamosas alas de la libélula. Ahí, como croquis biológico, se encuentra el mapa de la mujer que soy. ¿Soy? 
No puedo más que llorar, sentir el asfalto que me envuelve en su suspiro de media tarde y llorar con lágrimas de roció mientras la camioneta arranca fuerte y yo aferrada al celular. 






Mi vida se escondió entre los cientos de objetos en el sótano de la casa. No hubo duda que alguna vez, cuando mamá vivía, ella y papá tuvieron un plan para mi. Uno diferente al de hoy, uno que ni siquiera me atreví a imaginar. Por falta de pistas, por mi imaginación escasa y tendenciosa. Pero el hombre, la sombra que me seguía como perro faldero en busca de una caricia, él sabía. Quizá como un vistazo a una conversación con mis padres, quizá como co protagonista de la pareja recién hecha familia. Él era la respuesta. 

¿Cómo se encuentra a una sombra que te persigue? ¿Cómo se encuentra la aguja en el pajar? La respuesta siempre estuvo allí. No puedes, dejas que la sombra se te pegue a los talones, que la aguja te pique mientras acaricias la paja.

El hombre, camuflaje perfecto en una multitud, me puso un papel en la mano un domingo. Llegó como el ulular de las palomas, ese día en el centro, mientras caminaba en busca de un sitio con sombra donde pensar, el papel me tomó de la mano y el instinto antes que al razón lo apretaron en mi palma. 


"G. Chapalita, martes, 6 p.m."


Eran las cinco y yo estaba frente a la glorieta. Decidí llevar lentes de sol y un sombrero para taparme de las miradas indiscretas. Un puesto de helados que daba directamente a la glorieta y yo esperando mientras el pistache decidía enfriarme la lengua. 

El hombre apareció a eso de las 5: 40. Como un suspiro se dejó ver entre las ramas de los arbustos, mezclándose con la poca gente que se sentaba a tomar un refrigerio en la amplia glorieta. En el momento en que inició un reconocimiento en la periferia del lugar, salté de mi asiento, crucé sin dificultades los cuatro carriles que me distanciaban del pequeño bosque en la Chapalita y me adentré en la glorieta. 

Hubo, ese día, varias coincidencias que en algún momento tendré que agradecer. No sé a quién, pero sé que tengo que hacerlo. El momento en que el hombre voltea hacia atrás, mi temor de ser descubierta, saqué el celular como si enviara un mensaje, el brillo que me encandiló proveniente del cristal de una vieja pickup que se estacionaba metros adelante, el árbol que ocultó por un momento al hombre que me citara a las 6 de la tarde, el sonido sordo de un golpe y después el hombre que cae al suelo como costal de abono. 

Instinto, como el de las libélulas al volar. Corrí no hacía el hombre que ya moría con el cuello roto, si no a la pick up, corría y el gritó de una mujer me dio la fuerza para hacerlo más velozmente. Corrí, como si se me muriera mi madre por segunda vez. 


Mi vida es complicada de definir, inclusive de tocar. Es el aire que se arremolina entre las escamosas alas de la libélula. Ahí, como croquis biológico, se encuentra el mapa de la mujer que soy. ¿Soy? 
No puedo más que llorar, sentir el asfalto que me envuelve en su suspiro de media tarde en la glorieta Chapalita y llorar con lágrimas de roció mientras la camioneta arranca fuerte y yo aferrada al celular esperando haber fotografiado las placas del asesino. 

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