La literatura, así como
sucede con todas las artes, se ha visto influenciada también por la religión y
las costumbres, una de las partes que la religión Católica introdujo al mundo
fue el festejo de la Navidad. Hoy día es una época, que cristianos y no
cristianos festejan, si nos vamos a países de Oriente, cada vez han tomado esta
fecha para celebración, aunque la connotación de fondo sea pasada por alto.
Durante los más de dos mil
años que tiene la religión cristiana en la tierra, ha influido en muchos
escritores para escribir, se han escrito grandes obras como es la Divina
Comedia de Dante, Fausto de Goethe, El paraíso perdido de Milton… de hecho la
lista es muy grande, estas grandes obras de cultura general, sólo son algunos
ejemplos.
Eso es tocando el tema
religioso, pero dentro de los temas religiosos nos encontramos con esta época
del año que ha inspirado a grandes autores a tallar la pluma sobre el papel
para crear historias relativas a las fiestas decembrinas.
El día de hoy les hablaré de
una de las historias que más me han gustado, la cual pertenece a un escritor
que está en la lista de mis favoritos: Hans Christian Andersen.
Este escritor, se dedicó a
escribir cuentos, muchos de ellos con finales tristes y un poco melancólicos,
también tiene algunos con finales felices
aunque podría decirse que son minoría.
Uno de los cuentos de
Andersen está inspirado en las fechas navideñas, trata de una niña muy pobre que vende cerillos en medio del frío clima en la noche de Navidad. Aquí se los dejó junto a un corto animado que
realizó Disney basado en este cuento.
La cerillera (o la niña de los fósforos)
¡Qué frío tan atroz! Caía la
nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío
y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies
desnuditos.
Tenía, en verdad, zapatos
cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas
zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las
perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pillasen dos
carruajes que iban en direcciones opuestas.
La niña caminaba, pues, con
los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el
delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la
mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había
presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía
mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve
se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles
sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a
través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era
el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.
Se sentó en una plazoleta, y
se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y
entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con
todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y,
además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba
allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y
trapos viejos. Sus manitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le
causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la
caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo
alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una
velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que
estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta
con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso!
¡Calentaba tan bien!
Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió
sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba
a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla.
Frotó otra, que ardió y
brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan
transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa
estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y
sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso.
¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de
su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la
pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se
apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.
Encendió un nuevo fósforo.
Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y
mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los
más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas
parecían moverse y sonreír a la niña. Ésta, embelesada, levantó entonces las
dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y
comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando
una línea de fuego en el cielo.
–Esto quiere decir que
alguien ha muerto –pensó la niña–;
porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que
ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es
que un alma sube hasta el trono de Dios."
Todavía frotó la niña otro
fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su
abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.
–¡Abuelita! –gritó la niña–.
¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré
más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el
hermoso nacimiento!
Después se atrevió a frotar
el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su
abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le
había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las
dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no
hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.
Cuando llegó el nuevo día
seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa
en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel
tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había
ardido por completo.
–¡Ha querido calentarse la
pobrecita! –dijo uno.
Pero nadie pudo saber las
hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué esplendor había entrado con
su anciana abuela en el reino de los Cielos.
Cuentos
Hans Christian Andersen
Editorial Porrúa
Colección: Sepa cuántos…
Núm. 83
Pág. 44
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