miércoles, 5 de febrero de 2014

Escrito por Nicte G Yuen en , , , | 6:34 p. m. Sin comentarios

Una técnica narrativa, un cuento

En está ocasión quiero presentarles un cuento que escribí basándome en una técnica narrativa, la cual consiste en narrar una historia de atrás hacia adelante, o sea, en sentido inverso; el primer párrafo que se escribe es el propio final de la historia, y el último párrafo es el inició de la misma. En mi opinión es algo complicado llevarla a la práctica, y cuando tuve que escribir un cuento basándome en ella, le sufrí para narrarlo porque no quería que resultara confuso, y que el lector no comprendiera ni disfrutara la historia. Un magnífico ejemplo de dicha técnica narrativa es el cuento Viaje a la semilla de Alejo Carpentier, si ustedes ya lo leyeron o lo van a leer, podrán darse cuenta que todo va en retroceso. Y sin más los dejo con mi cuento, espero les guste.



Réquiem para olvidarte
Fue un adiós cobijado por los acordes del piano, el mismo que parecía soltarte algunas notas  burlonas, desde la esquina donde habitaba. Te detuviste junto a la puerta, sin atreverte a despegar tu mirada de sus dedos, danzando sobre las teclas blanquinegras.  Aquella melodía provocaba en ti, unas violentas ganas de soltar el llanto en su presencia.  Podías escuchar su respiración,  serena, sosegada; como si no acabara de pedirte que te marcharás de su vida, claro con un intenso beso como preludio, un beso que inició en tus labios y terminó al fondo de tu blusa platinada. Le sonreíste, pero él, inmerso en  el culmen de aquellas notas, ni siquiera lo notó. Entonces te percibiste a ti misma como un fantasma, anclada como estabas entre esas cuatro paredes, la ventana que daba a las escaleras de caracol,  y el piano en la esquina derecha de su recámara.  Tu sonrisa se convirtió en  oleaje salado reventando contra los acantilados, cuando bolso en mano, cerraste tras de ti aquella puerta.
Olvidaste cerrar la puerta tras de ti, porque sus besos te sorprendieron llave en mano; y tú, acalorada como estabas, hundiste los dedos en el castaño de sus cabellos, robando caricias entre un beso y otro.  Caminaste en un caritativo desprendimiento de prendas, esquivando las sillas del comedor, los sofás, el restirador sin uso, la estufa, las macetas con flores disecadas del corredor, las ventanas abiertas desprovistas de cortinas. Caminaste así, hasta caer contra la cama, cubierta exclusivamente de caricias y besos. Olvidaste cerrar la puerta, pero él lo recordó a mitad de un suspiro tuyo, y descalzo como estaba, fue a cerrar como Dios manda, para que ningún vecino apareciera cuando nadie lo requería. Lo recibiste todavía con aquel suspiro en la comisura de tus labios desteñidos, sonriente en la oscuridad de su recámara, sonriente en la melodía que emanaba de su voz.
Su voz te tranquilizó el alma, apenas abrió el portón y soltó tu nombre en repetidas ocasiones. Borraste de tu memoria la semana que ocupaste  extrañándolo, entre  recorridos al trabajo, preparación de meriendas y desvelos inevitables. Sentiste que apenas un minuto antes, lo habías visto despedirse y tomar el autobús. Recorriste con tus ojos aquel rostro, ya no te cupo duda, estabas segura que el espacio entre el último beso y el reciente era tan angosto. Brevedad. Sacaste del fondo de tu bolso una cajita con palanquetas y alegrías, misma que depositaste en sus manos. Él, deseoso como estaba por llenarse de tu presencia, te sentó sobre sí y se entretuvo dándote trocitos de aquellos dulces. Para la caída de la tarde, ambos dormían entrecruzados sobre el sofá, sus sueños estaban inundados de la presencia del otro.
Otro paseo bajo los robles del parque, con las nubes vociferando tormenta, las manos de ambos aferradas, charlas inconclusas porque de pronto surgían nuevas conversaciones. Besos tímidos sobre la banca pintada de rojo, expresiones recién nacidas  en tu rostro, en su rostro. Esa necesidad por susurrarle “te quiero”, “te amo” “te adoro”. Una necesidad que él alimentaba con las melodías que le arrancaba a su piano, largas sesiones donde tú eras la musa que movía sus dedos sobre las teclas. La musa a la cual le había pedido que fuera su novia.  No concibo mis días sin ti, nena , debes estar cansada de dar vueltas en mi cabeza, de iluminarme con esa hermosura que te pintas, ¿quisieras ser mi novia?.  Sus palabras te habían dejado tan asombrada, que al menos el primer minuto o los primeros,  no sabías si responder con un simple si quiero, o pasar a darle un beso y lazarte a un prolongado abrazo; que viniera a recompensarte todas las madrugadas, con esa incertidumbre de ser o no ser correspondida. Para cuando llegó el primero beso, también sentiste que te estabas consumiendo en vida.
La vida te lo presentó,  cuando llegaste temprano a ese curso que no estabas muy segura de querer tomar;  del cual no pudiste arrepentirte porque fueron llegando los compañeros y la maestra. Taconeabas insistente, porque la ansiedad devoraba tu paciencia; escribiendo,  borrando y volviendo a escribir sobre tu cuaderno de espiral. Tan ansiosa estabas, que aquella primera hora de clases ni lo notaste, observando por encima del hombro. Luego una duda llevó a otra, el intercambio de nombres y apellidos, el correo, los números telefónicos, las miradas, especialmente esas miradas cazadoras de suspiros, de sonrisas. Te subiste al camión, la noche caía pesadamente sobre ambos, los asientos se te antojaron enormes, porque deseabas tanto pegarte a su hombro, a su mejilla, a sus ojos, los mismos que recorrían tu silueta charlándole. Un instante, la parada donde debías bajar estaba ahí en la siguiente esquina; dejaste el asiento y le echaste una última mirada, lamentando el tiempo repleto de su ausencia.
Tu ausencia la notaron todos aquel viernes,  tu cubículo quedo vacío, excepto claro, por esas pertenencias que olvidaste llevarte de contrabando el día anterior. No regresarías al trabajo, el hastió estaba asesinando hasta tu última sonrisa. Jamás había sido aquella tu vocación, pasar las horas detrás de un escritorio, la monotonía instalada a tu lado, burlona, siempre burlona  de lo que hacías pero detestabas hacer. Leíste ese anuncio en el periódico, una docena de veces en el pasar de aquel jueves. Querías tomar ese curso, agarrar las riendas de tu vida y hacerlo por puro gusto, no porque te dejara una buena remuneración económica,  simple placer. Sin embargo, la indecisión te carcomía, por eso lo releíste tantas veces. Y te dejaste llevar por tu instinto, a ciegas, sin oponer resistencia.


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