En está ocasión les presentó un cuento que escribí para mi clase de psicología del personaje, y aunque ya hace un año que lo hice, sigue siendo uno de mis favoritos, espero les guste.
Crónica de un explosivo anunciado
El
día que lo iban a matar, Santiago Nasar
se
levantó a las 5:30 de la mañana.
Crónica de una muerte anunciada.
Gabriel García Márquez
El cuerpo del hombre aquel,
cuya identidad desconocía, estaba abandonado sobre el asfalto, recostado en su
propia sangre; la cual aún escurría de las múltiples heridas, causadas por una
recién comprada lámpara de noche. Había guardado la nota en su cartera,
doscientos pesos. Ésta se aferraba ensangrentada a la mano izquierda, o la mano
izquierda se aferrada conmocionada a la lámpara de noche recién comprada. Uno,
dos, tres, cuatro, cinco golpes directo a la parte posterior de la cabeza,
habían dejado inservible la base
metálica de la misma. Miraba catatónico al hombre, su rostro salpicado
con la sangre del asesinado, viajaba sorprendido, de la cabeza destrozada al
abdomen, del abdomen a los brazos y de los brazos a las piernas, encontrando un
cuerpo cubierto de golpes y heridas, por cuyos espacios la sangre lo
escandalizaba. Observaba incrédulo aquella cabeza impactada contra esa parada
oficial de camiones, sangre…Observaba aterrado aquellos brazos sobre letras y
líneas amarillas, sangre…Observaba avergonzado aquel abdomen, donde había acabado
enterrado el terminado en acero inoxidable de su lámpara, sangre…Observaba
culpable, culpable, culpable, setenta veces siete culpable al hombre carente de
vida; ahí, con sus ojos negros absolutamente abiertos, mirándole vacíos,
muertos.
-Lo maté – se dijo a si
mismo sin atreverse a soltar la lámpara asesina – lo maté… Cierra tus
malnacidos ojos y deja de cuestionarme, si, lo hice, lo hice, pero… - dejó caer
la lámpara contra el cuerpo del sujeto, retrocedió, se llevó ambas manos a la
frente, limpiando el sudor que le escurría, bajándolas hasta el cuello,
limpiando una y otra vez el sudor que le escurría. Retrocedió tambaleante, giró
sobre si mismo buscando testigos, nadie, la calle estaba sumida en un silencio
acusador. Retrocedió, dio media vuelta y echó a correr calle abajo. Corrió las
siguientes diez cuadras que conectaban aquella calle con la avenida que lo
conducía todos los días del trabajo a su casa. Corrió sobre la avenida aquella hasta
quedar exhausto. Corrió aún más allá de sus propias fuerzas, impulsadas sus
piernas por la culpabilidad que trastornaba sus sentidos, impulsadas por los
reproches que circulaban en alguna esquina de su cerebro.
-Necesitaba tomar el taxi,
realmente me urgía tomar el taxi, y ese idiota, que se quiere subir antes que yo
y ganármelo…Cabrón, fui yo quien le hizo la parada al taxista, yo tenía que
tomar el taxi, yo y no él, yo maldita sea, yo y no él – decía con las primeras
lloviznas de aquella noche, cayéndole sobre su cara manchada de sangre –Maldito
aprovechado… yo le hago la parada y tú te subes y te vas. Tenía ya más de
veinte minutos esperando, cabrón aprovechado, pensabas que te ibas a subir a mi
taxi e irte a tu casa, y yo me iba a quedar como pendejo hasta quien sabe que
horas. No, no cabrón. Pero… - se detuvo respirando
agitado, la lluvia había arreciado – Maté a ese tipo que quería subirse al taxi
cuando le pedí la parada…Soy un…un asesino.
Encontró las llaves de su casa, al fondo del
bolsillo delantero de su pantalón, ya las había buscado antes en los bolsillos
traseros, y pateado mientras tanto el cubrepolvos de la puerta. Los focos
estaban encendidos al interior de su vivienda, las ventanas estaban corridas y
las cortinas amarradas. Miró su celular y comprobó que pasaban de las doce de
la noche. El televisor funcionaba, el conductor daba noticias deportivas, sin
embargo, no alcanza a divisar ninguna silueta sentada en los sillones, ni su
mujer, ni sus hijos. Abrió, la puerta se azotó contra la pared manchada de
sangre vieja. Un nuevo silencio embargaba la casa, desde el umbral hasta el
patio, donde su pastor alemán no había ladrado. Caminó echándole un vistazo a
todo aquel vacío. Subió las escaleras que llevan a las habitaciones, el cuarto
de su hijo mayor estaba abierto, las puertas del closet mostraban un total
vacío, igualito al resto de los otros
roperos y burós. Continuó directo
hasta su propio cuarto, la cama matrimonial estaba tendida, su mujer no estaba,
ni ella ni su ropa mi alguna de sus pertenencias. Entró al baño, tomó el jabón
y lavó sus manos al menos en tres ocasiones, le quedó aquella sensación
desconocida, de sentirse la sangre del hombre, que había muerto a golpes de
lámpara recién comprada.
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