No seas cuentero...
Recuerdo la primera vez que escuché esa frase. Un compañero de la preparatoria había escuchado una de mis escusas para faltar a un evento social. La endulcé, bromeaba, inventé sucesos verosímiles pero a la vez improbables. En fin... conté un cuento.
Él intentó insultarme con un certero "no seas cuentero" (tal vez haya utilizado otra palabra más cruel, "mentiroso"), nunca me había sentido tan ofendidamente feliz.
¿Me cuentas un cuento?
De chico solía pedir a mi abuela de manera recurrente y con la exactitud de un reloj suizo, que me leyera un cuento por las tardes.
Mi "Abue" me llevaba a la pequeña biblioteca de su casa (donde solo se encontraban algunas enciclopedias de su difunto esposo), tomaba una y me llevaba a la sala a leer "cuentos".
Incontables son las anécdotas que una enciclopedia ilustrada puede provocar en los labios de una abuela con un nieto exigente, esas fueron las historias que llenaron mi infancia. Dinosaurios, barcos mercantes y un cotorro de lo más travieso...
Solía imaginar paisajes fantásticos cuando me asomaba por la ventana del carro. Veía los personajes en corceles cabalgando a la velocidad del vehículo. En fin, las historias empezaron a plantarse en mi imaginario.
Nutrirse de historias.
Un chip se activó desde aquella ocasión. Dentro de mi, como un pequeño homúnculo, creció esa necesidad de llenarme de historias; películas de acción, de misterio, terror, ciencia ficción, de arte... videojuegos con la trama más enredada que las greñas de ranpunzel... libros, sin dibujos, libros que con palabras me llevaban a imaginar mis propias historias.
El crecer implicó más apetito, más ganas de leer, de ver, de jugar, de aprender. Desde ese entonces, con una necesidad visceral, no he podido dejar de consumir historias. Y ahora intento crearlas. Una palabra a la vez.
¿Ustedes están hechos de historias? ¿Se nutren de ellas?
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