Salir de la rutina.
Sabía lo que pasaba. Lo sabía todos los días cuando me levantaba y había una puerta cerrada. Hacia ya mucho desde mi viaje a Tlacocoltpan, hacia mucho desde que había estado afuera.
A veces me confundía, no sabía si la que estaba encerrada era yo misma, yo con mi miedo y mis recuerdos de las manos de alguien asfixiandome, o si alguien más se empeñaba en mantenerme dentro, también había veces en que la idea de que alguien me manipulaba cabía dentro de mis pensamientos.
Mis días eran fáciles. Desayunar, leer un poco y dormir un mucho, siempre lo mismo una y otra vez, por las noche la sensación de haber olvidado algo me inundaba y no se iba aún en la mañana.
Mi papá venía a visitarme diario a mi cuarto, me preguntaba si estaba bien, si necesitaba algo de afuera. La respuesta siempre era no. A veces la pregunta de que pasaba con él también me inundaba, pero poco a poco dejó de importarme. Sabía que jamás podría contarle lo que había pasado, que sería algo que jamás nadie me creía.
Mi instinto de curiosidad había disminuido, ya no iba al cuarto donde guardábamos las cosas de mamá, ya no googleaba "Tlacocoltpan" a cada ocasión, incluso hubo momentos en los que pensé que lo mejor hubiera sido no involucrarme en el pasado que por alguna razón estaba tan enterrado.
Pero el pasado me alcanzó, como todo tiende a hacerlo conmigo. Esa caja empolvada estaba sobre mi cama, disimuladamente, como sise tratase de otro cojín más. Yo no sabía sí abrirla o regresarla. La caja fue un giro en mi rutinario día, cuando decidí abrirla, sentí un profundo olor a pino, y ese olor me perturbó, ese olor me hizo taparme los ojos un minuto y apretar el edredón de mi cuarto para recordarme que estaba allí.
Adentró sólo había un pequeño libro con tapas verde olivo, era un diario. Dudé de leerlo, mi estado de ánimo se había limitado a descansar, a no permitir que nada que lo alterara entrara dentro. El diario se quedo unos minutos, quito en mis manos, yo sentía que respiraba, que tenía vida: era el diario de Ana.
1993, Julio.
Hoy hablé con la abuela, sé que es una locura, pero su voz me gritaba desde la orilla del baño. La misma voz arrugada que yo recordaba, la abuela era una estela apenas visible, pero era ella a pesar de sus mucho años de muerta.
Me dijo que me había estado observando, que había cometido error tras error, y que Sofía era uno de ellos, yo sabía que tenían razón, pero era algo que ya no podía solucionar.
Hace días que no dejo la cama, que sigo pensando en el "porque a mi" de toda la vida, porque tuve que ser yo la que tuviera este don, esta maldición.
La abuela dijo que Sofía también las tiene, que apenas son perceptibles, pero la alas de la libélula están allí, creciendo como una luz gradual, un día será más largas que las mías, y cuando eso pase... Yo ya estaré muerta, quizá en ese momento también ella lo estará.
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