jueves, 27 de marzo de 2014

Escrito por Nicte G Yuen en , | 7:21 p. m. Sin comentarios
¡Y CON USTEDES EL CUENTO DE LA SEMANA!

EN ESTA OCASIÓN QUISE PRESENTARLES UN CUENTO QUE ESCRIBÍ PARA MI CLASE DE TÉCNICAS NARRATIVAS, Y AL CUAL LE TENGO MUCHO CARIÑO PORQUE SURGIÓ EN  UN MOMENTO DE TOTAL  INSPIRACIÓN ESPONTANEA. RECUERDO QUE IBA CAMINANDO POR UN PARQUE CERCANO A MI CASA, CUANDO LA FRASE REITERATIVA QUE ESTABA DICIENDO UNA VIAJECITA SENTADA EN UNA DE LAS BANCAS DE DICHO PARQUE, ME GENERÓ UNA HISTORIA. EN CUANTO LLEGUÉ A MI DOMICILIO, ME TUVE QUE PONER A ESCRIBIR EL CUENTO, PORQUE SABÍA QUE SI LO DEJABA PARA DESPUÉS YA NO RECORDARÍA AQUELLO. ESTUVE AHÍ SENTADA FRENTE A LA COMPUTADORA POR ESPACIO DE DOS HORAS, ESCRIBIENDO Y REESCRIBIENDO HASTA QUE POR FIN TERMINÉ MI CUENTO. ESPERO DISFRUTEN LEYÉNDOLO TANTO COMO YO HICE AL ESCRIBIRLO.


Una premonición para Susana


Hacía tan poco que había oscurecido, el ritmo de mis pasos me conducía despreocupadamente sobre el pavimento, tarareando una cancioncilla en mi memoria, aspirando los aromas que emanan del agua aletargada de los charcos. Crucé bajo la sombra del farol, su luz iluminó parcialmente mi rostro, sólo una sección de mi boca. Enseguida mi cuerpo quedó oculto por las oscuridades de la noche. Sentada en  un equipal delante del cancel de su casa, se encontraba una anciana, sus años rondaban los ochenta y tantos, cabeceaba sobre un almohadón con su respiración agitada.  Mis pasos disminuyeron su velocidad, conforme me acercaba a la presencia de la anciana, la cual obstaculizaba el trayecto hasta la entrada de mi casa, un par de metros más adelante. Sus ojos se abrieron cuando rodeé su equipal, cambiando mi bolso para no rozarle el brazo.
-¿Qué día es hoy? – me preguntó alargando su mano hasta alcanzar el mío - ¿Qué día es hoy? ¡Dímelo, por favor! – su voz me pareció un goteo intermitente.
Sentí un escalofrío ascender desde la punta de mis dedos hasta mi columna. Le sonreí al tiempo que traía la fecha del calendario a mi boca.
-Hoy es nueve de junio, todavía es nueve de junio – me apresuré a contestarle.
-Claro, hasta las doce de la noche – murmuró y volvió a recargar su cabeza contra el almohadón.
-Buenas noches – dije y continué mi camino.
Aquella noche tuve pesadillas, un gigantesco cajón mortuorio era custodiado por infinidad de velas, las plegarias se alzaban sobre un llanto apartado del difunto. Los rostros eran sombras desdibujadas que no pertenecían a nadie, ni a mí misma, ni a nadie. Cuando desperté estaba inundada de un sudor helado que cubría mi frente.
Abandoné la casa para subir a mi carro y dirigirme a la oficina. Eran las ocho, estaba algo retrasada, mis tacones apresurados cimbraban el suelo húmedo a causa de la llovizna de la noche anterior. Al momento de cruzar frente a la casa de la anciana mujer, alcancé  a percibir su rostro apergaminado contra los cristales, me pareció notar una mueca de dolor. Ni siquiera noté el momento en que me quedé ahí parada observándola; sus ojos me resultaban suplicantes. Llevé mi mirada del rostro de la anciana al reloj en mi muñeca, le eché un primer vistazo, uno medio distraído, el número en el mismo me dejó aturdida. Observé de nuevo el reloj, el número estaba ahí, un reluciente once. La fecha atravesó en mi memoria el rostro de la anciana. No te equivocas me decía a mi misma, hoy es once de junio.
La pesadilla se enredó a mis sábanas con la misma intensidad de la noche anterior, asfixiando mi cuerpo con sus imágenes. El mismo cajón mortuorio envuelto en rosarios y gemidos, aquella oscuridad invadida de velas a medio consumir y…Ahí estaba yo, caminando en línea recta hasta el difunto, las manos cubrían parcialmente mi cara, enrojecida a fuerza de tanto llorar. A medida que avanzaba toda aquella escena parecía retroceder y retroceder, y yo continuaba avanzando, con esa necesidad imperiosa de una despedida final, y todo aquello se alejaba. Sentí que  al fin ambas manos se aferraban a la tapa del cajón… Entonces el sueño se desvaneció, en el sonido de la alarma que anunció chillona que había amanecido.
Por la tarde regresé temprano del trabajo, bebía café a sorbos, estacioné el auto dos puertas más delante de mi casa, pues alguien más se había apropiado de mi cochera para el suyo. Me entretuve sacando algunos papeles de la cajuela, mis manos movían aquí y allá y no sentí detrás de mí, los pasos de la anciana que se acercaba. Para cuando apilé bastantes en el espacio entre los brazos y di media vuelta; el rostro de la marchita mujer, estaba demasiado cerca del mío. Su voz rebotó contra mi oído y estalló en cientos de fragmentos, como si se tratara de un cristal tras el impacto.
-¿Qué día es hoy? – me cuestionó la anciana, y aquellos ojos me parecieron tan carentes de luz, que produjeron miedo en mi persona, miedo transformado en un brutal escalofrío - ¿Qué día es hoy? Tú sabes que necesito conocerlo.
-Ah pues… - murmuré sacando el celular de mi bolso para verificar la fecha – veamos es… - sobra decir que las manos me bailaban conforme rebuscaba el aparato en el interior – Hoy es… hoy es…trece de junio me parece… sí claro, trece de junio – le confirmé aún con la mirada atorada en la pantalla de mi celular.
-Voy a arrastrar mi equipal para tomar los últimos rayos de sol en mi cochera – dijo luego de darme la espalda -. Gracias por la fecha, lo había olvidado. ¡Trece de Junio! – exclamó para sí misma, al tiempo que trenzaba sus pocos cabellos blancos.
Regresó la misma escena a mi cuerpo dormido, el cajón mortuorio al fondo de aquella sala de velación, una mujer que apretujaba contra su pecho las cuentas de su rosario, a su voz otras tantas respondían con iguales palabras, iguales palabras pero no los mismos pesares. Aquella oscuridad invadida de cabos de vela a punto de consumirse, tragados por su propia cera, y por la intensidad con la cual ardieron. Y de nuevo ahí estaba yo, de pie contra el marco de la puerta, mi voz se escapaba en forma de lamentos, porque aquel difundo partía mi corazón, palpitaba con normalidad pero dentro de él algo estaba roto. Tambaleante caminaba entre aquellos seres orantes, sentía tan cerca de mí el cajón, sin embargo necesitaba continuar andando y andando, y aún lo sentía tan cerca, y el tan nunca terminaba de morir. Estaba desesperada, quería ponerle rostro a mi difunto.
Me vi obligada a volver a casa cerca ya del medio día, había olvidado unos documentos de suma importancia sobre la mesa del comedor. Yo me negué a cruzar media ciudad por esos papeles; pero mi jefe me dio un ultimátum. No necesité otro tipo de incentivo, regresé a eso de ochenta kilómetros por hora. Ni siquiera estacioné el auto, bajé de un salto y corrí sobre tacones hasta y desde mi comedor. Justo antes de arrancar, una mujer, trigueña me pareció, salió de casa de la anciana y colocó un moño negro sujeto a los barrotes de la cochera. Despegué ambas manos del volante y salí del auto. Observé aquel listónsin saber si avanzar o retroceder. Enseguida, la misma mujer, pegó un letrero donde estaba especificada, la dirección de la funeraria donde velarían a la anciana; cuyo nombre por cierto, no consigo olvidar, Susana.
El celular vibró dentro de la bolsa de mi pantalón, en automático contesté  la llamada, con un bueno carente de sonido. La voz de mi jefe se extendió apresurando mi regreso con aquellos documentos. Colgué, fue entonces que aquellas letras en blanco, se clavaron directo en mis ojos, gritándome consternadas, tanto como yo misma lo estaría tras leerlas: jueves diecinueve de junio del dos mil once.



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