Noviembre
No me gustan los días de noviembre, todo pasa lento y oscuro, todos me recuerdan un vacío de muchos años, de toda una vida, de un dolor que no tiene lógica, de un amor que no tiene cuerpo. En un día de este mes mi mamá murió, nunca la conocí, no recuerdo nada de ella, nada, sólo la promesa de todos de que somos idénticas, de que nuestros ojos son iguales, y de que nuestro cabello se ondea con viento de la misma forma. Noviembre es esa eterna comparación con ella, con el mito de una mamá que no quiso estar conmigo.
El rito de mi padre al ir al
panteón, es lo que menos me gusta de todos los ritos, no me gusta la procesión
de personas que nos acompañan como si de verdad nos apoyaran, como si de verdad
hubieran conocido a esa mujer, una que ni yo, ni mi papá sabemos quién es, odio
que tanta gente esté allí, vestida de negro, llevando flores a un panteón devastado,
porque así son los panteones, se caen en su propia putrefacción, no limpios, no
llenos de paz como nos los pintan en las películas, odio que vayan de negro y
recen, como si tuviera un día de muerta.
Había estado paranoica las
últimas semanas, desde que descubrí las fotos en las que aparecía el sujeto que
casi atropellaba, pero me había tranquilizado cuando mi papá me contó que era
amigo del tío Paco, aun así no había bajado la guardia, no la bajé cuando lo vi
entre la procesión que nos acompañaban al panteón, no me gustaba como me
miraba, algo en él me decía que huyera.
Mi papá siempre daba un
discurso sobre la mujer que fue su esposa… para ese momento yo ya me había
apartado del resto entre las otras tumbas, no soportaba su voz diciendo cosas
que no comprendía, que no conocí. Hacía frío, no llevaba nada para cubrirme, me
había arrepentido de usar un vestido con escote en la espalda, el día parecía
ser uno de esos… de los que sólo en noviembre hay.
Un dedo cálido me tocó la
espalda, la recorrió por unos segundos antes de que yo me exaltara, pensé que
iba a ser mi papá.
-Es un lindo tatuaje –mencionó
una voz que ya conocía. Era el “hombre misterioso”.
-¿Tatuaje? –pregunté con el
entrecejo fruncido, yo no tenía ningún tatuaje.
-Supongo que no es ningún tatuaje,
quizá una marca de nacimiento.
-Supongo… -dije caminando
nuevamente a la multitud, no me gustaba estar sola con él.
-¿Ves?, yo sabía que te
conocía de algún lado –dijo tras mi espalda. No me giré- Tu mamá y yo somos del
mismo pueblo…
-¿Pueblo? –le pregunté de
frente, mi papá nunca supo de donde era Ana.
-Sí, Tlacocotlpan… está a unas
cinco horas de aquí en un buen carro, es sierra en su mayoría.
-No lo sabía –comenté al
momento que sentía un golpe en el estómago.
-“El lugar de las libélulas”,
le llamamos así, es un lugar muy tradicional.
-¿Y qué haces fuera de ese
pueblo? –pregunté despectiva, cada vez me gustaba menos.
-Negocios, además el pueblo
está en decadencia, vine a buscar algo aquí…
-¿Y tú y mi mamá eran amigos?
-Crecimos juntos, fue una
pena enterarme de su muerte.
-Igual y ya fue hace muchos
años –dije y continué con mi camino. Los pies me pesaron. No sabía nada de mi mamá.
La tristeza que de seguro
estaría creciendo en la cabeza de mi papá, también se apoderó de mí, ¿mi papá
la conocería tanto como yo? ¿Quién era ese hombre? ¿por qué estaba allí? ¿Qué era
todo eso de un tatuaje? Nuevamente quería escapar, quería ir a un lugar en el
que no hubiera personas a las que sonreírles.
¿Quién era ese hombre?... y
sobre todo ¿Quién era Ana? Algo me decía que en ese sótano, habría algo. ¿Quién era mi madre?
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