Continuación...
Nunca había visto la muerte,
más sin embargo siempre la sentí cerca. Esa tarde, cuando el cuerpo del hombre
que yo juraba me seguía, rodó, la sentí más que lejos que de costumbre, ¿acaso
caminaba con ella todos los días? Mi vida estaba plagada de muerte, que
irónico, en ese momento, en el que corrí para no ver el cuerpo sin vida, me
sentí más vida, ¿a qué grado había llegado la monotonía de mi vida? ¿estaba
vida? ¿por qué ese tipo de cosas, ese tipo de adrenalina me gustaba? ¿sería
porque es mejor eso que sentirme como un vegetal?
No había podido dormir,
cuando mi papá vino en la mañana no abrí la puerta, me quedé en la regadera un
buen rato, y después desnuda en la orilla de la cama pensando que tenía que
mirar la foto de las placas. Nada tenía
sentido en la lógica que había conocido hasta este entonces, pero dentro de mí,
sentía que todo lo tenía, que esas placas que me encontraba googleando, que ese
sujeto que me seguía a todas partes, y el atentado que sufrió no eran simples
coincidencias.
¿Quién era Ana? ¿quién era
la mujer que me había parido? ¿cómo se relacionaba ella que estaba tan muerta
con esas personas? ¿por qué mi papá no sabía nada? La búsqueda finalizó, los
resultados en la pantalla aparecieron ante mi vista.
Algo me golpeo el pecho,
quizá la impresión, o quizá el aire que de pronto había entrado hicieron que la
piel se me pusiera chinita, pero no, yo sabía que el orden de las palabras en
el ordenador eran lo que me habían erizado la piel, ese carro, el carro que
había arrollado a el sujeto.
Las letras estaban claras,
el número de placas correspondían a un ciudadano, uno que ya no estaba en la
faz de esta tierra, se leía preciso: Ana Romero…
Me quedé pasmada, ¿Ana
estaba realmente muerta?, taché la palabra mamá de la lista que la noche
anterior había escrito sin sentido, después en el ordenador tecleé: “Tlacocotlpan”.
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