Capítulo 12
“En medio de la Oscuridad”
Abrí los ojos, una punzada en la parte baja de mi
espalda comenzaba a expandirse hacia mi cuello y mis hombros; me llevé ambas
manos hacia el centro mismo de aquel dolor, frotando en repetidas ocasiones, en
un intento por auto curarme. Delante de mí aún permanecía aquel barranco, el
barranco y la inmensidad contenida en su interior; el verde de los pinos, los
nubarrones que acariciaban aquel monstruo rocoso, el viento helado que alcanzaba
a filtrarse hasta el interior de mi camioneta, y el tiempo que parecía haberse
quedado suspendido indefinidamente. Tenía miedo… Volvía aquel temor, insistente, justo como lo
había experimentado con mayor intensidad las últimas horas. Me aferré al volante, como si mi vida
dependiera de ello; había comenzado a sudar, a sentir escalofríos recorriéndome
el cuerpo. ¿Cómo me había puesto en semejante situación? ¡Maldito GPS! ¡Maldito
celular! ¡Maldito pueblo al cual no podía llegar! ¿Cómo había pensado que
visitar Tlacotalpan era la mejor idea? Quizá los secretos al igual que los
difuntos debían quedarse enterrados… Quizá debía regresar a casa y fingir que
había tenido una pesadilla, que nada era real.
Pero no, no sería yo misma si actuara de esa forma; como lo hacen los
cobardes, quienes prefieren moverse a través de la ignorancia. Yo no soy
ninguna cobarde, nunca lo he sido y no empezaré a serlo a estas alturas. Y
aunque el miedo me invadía, quería saber. Últimamente estaba actuando más por instinto que
reflexivamente; ahí estaba yo intentando desenterrar difuntos. La palabra
sacrilegio vino a mi mente. Tenía un presentimiento, una corazonada que estaba gritándome
que Tlacotalpan era el guardián de todos los secretos que rodeaban mi
existencia.
Intenté manejar en reversa, salir de aquel bache en
que tan estúpidamente había caído. Nada, la camioneta no me respondía. ¿Era la
camioneta que no quería avanzar o era yo quien me rehusaba? Volví a echarle un
vistazo al GPS, con una súplica en mis labios: por favor, reacciona, dime cómo demonios salgo de aquí, cómo llegó a
Tlacotalpan, cómo maldita sea, cómo. Las
punzadas en mi espalda comenzaron a intensificarse, al tiempo que mi cuello y mis
hombros parecían endurecerse hasta alcanzar la dureza de las rocas. No me
sentía bien, y para colmo había comenzado a ocultarse el sol, dentro de unos
minutos mi camioneta y yo quedaríamos sumidos en la oscuridad, con la
esplendida compañía del barranco y la inmensidad en su interior.
Bajé de la camioneta, revisé una a una las llantas, en
la cajuela traía una de repuesto, por si sufría una ponchadura, justamente la
había comprado una semana antes de tomar la decisión de engañar a mi padre con este
asunto del viaje a Mazamitla con mis “amigos”, si claro, mis “amigos”. Sin embargo,
¿de qué sirve una llanta cuando las cuatro han sufrido daños? Una abrupta sensación de soledad me golpeó el
pecho, obligándome a contener el aliento. Había llegado el momento de buscar
ayuda, porque sin señal para usar mi celular, sin el GPS, sin la camioneta y
sin pizca de orientación, estaba complicado que llegará algún día a
Tlacotalpan. ¡No se pueden desenterrar los difuntos sin al menos una pala con
la cual cavar!
Caminé un par de metros sobre la carretera, el viento
helado me envolvía con su abrazo, justo como la noche que emergía por el
horizonte. El dolor en mi espalda me obligaba a moverme con más lentitud; pero
era el miedo quien me empujaba a continuar avanzando.
AQUÍ LES DEJAMOS UN CAPÍTULO MÁS DE NUESTRA NOVELETA, ESPERAMOS QUE CONTINÚEN DISFRUTÁNDOLA TANTO COMO NOSOTROS LO HACEMOS AL ESCRIBIRLA. SUS COMENTARIOS SON BIEN RECIBIDOS, NO DUDEN EN COMPARTIR SU OPINIÓN.
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