Música y Literatura, la simbiosis
perfecta.
Es maravilloso como de
repente algo que dabas por sentado cambia cuando conoces algo que no sabías. En
lo particular soy una fan de la música, me gusta escucharla en todos lados, así
que era de esperarse que las canciones más populares en español estuvieran en
mis favoritas.
La canción de la Unión, Lobo
Hombre en París, es una de las más conocidas, que de hecho colocan en los bares
karaokes, y obvio tienen que formar parte de los popurrís al momento de todas
las bodas, la gente la canta a grito pelado y dice, es representante del rock
en español.
Sí, hasta allí estaba igual
que el resto, conocía eso, que era una canción que fue muy popular, ahora se
considera un oldie obligado en fiestas, reuniones y ¿por qué no? En karaokes
también. Pero hay un trasfondo muy interesante en la canción la cual
desconocía.
La canción, está basada o
inspirada en un cuento escrito por Boris Vian titulado así “El lobo hombre”,
sí, leyeron bien, las palabras no están escritas al revés, en el cual relata la
historia de Denis, un lobo que después de recibir la mordida de un “hombre lobo”,
en las noches de luna llena se transforma en hombre.
Para todos aquellos que han
escuchado la canción, al leer la sinopsis de la historia podrán darse cuenta de
que efectivamente su inspiración fue el cuento.
Es importante recalcar que
no sería la primera vez (ni la última) en que la literatura ha servido como
base para crear composiciones musicales, empezamos por varias óperas o ballets
que han sido escritas en referencias a cuentos o novelas.
Entonces para aquellos que
se jactan de intelectuales y desprecian la música “moderna”, es decir cualquier cosa que no sea música
clásica, pues habría que reconsiderar, ya que esta canción es sólo una muestra
de lo que podemos encontrar en esta simbiosis entre la literatura y la música.
Canción.
Cuento.
El Lobo-Hombre.
Le Loup-garou, Boris Vian
(1920-1959)
En el Bois des
Fausses-Reposes, al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo
adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción
favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches
procedentes de Ville-d'Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que
un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles
majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las
espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el
enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la
actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado
de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se
alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada,
como suele decirse, por la piedra.
Descendiente de un antiguo
linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos
azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en
invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión
amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a causa de su sabor
animal y, de noviembre a febrero, maldecía la inclemencia de una estación que
le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.
Denis vivía en buenas
relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso
que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por
un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante
toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las
naranjas» (cito a Louis Boussenard), había decidido acabar sus días en clima
templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como
maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con
el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil
recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan
nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus
trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría
de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de
maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de
cuero de un antiguo Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto
plátano; y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de
unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente
con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.
Cierta apacible velada de
agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna
llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz,
los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois.
Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su andadura,
cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam, cuyo verdadero
nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena
camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto
ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último
diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a
tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.
Por desgracia para este
último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en punto; el Mago
del Siam con los nervios de punta; y, dándose en abundancia por los
alrededores, la consuelda, el licopodio y el conejo albo que, desde hace poco,
acompañan inevitablemente los fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de
antropolicandria, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen.
Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan
discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette,
por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a gritos ser descargada
de una u otra manera, el Mago del Siam se abalanzó sobre la inocente bestia,
mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gañido de angustia, Denis escapó a
galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo
común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por turbulentas
pesadillas.
No obstante, poco a poco fue
olvidando el incidente, y los días volvieron a pasar tan idénticos como
diversos. El otoño se acercaba y, con él, las mareas de septiembre, que
producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los árboles. Denis se
atracaba de níscalos y de setas, llegando a atrapar a veces alguna peziza casi
invisible sobre su plinto de cortezas, mas huía como de la peste del indigesto
lengua de buey. Los bosques, a la sazón, se vaciaban a muy temprana hora de
paseantes y Denis se acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba
mejor, y en la agonía de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con
la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentía menguar
paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodía le sorprendía cada vez
con más frecuencia amodorrado y sujetando con una zarpa inerte el trapo con el
que debía haber lustrado una pieza de latón cardenillo. Su reposo se hacía cada
vez más desasosegado, y a Denis le preocupaba no descubrir las razones.
Tiritando de fiebre y
sobrecogido por una intensa sensación de frío, en mitad de la noche de luna
llena despertó brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó sorprendido
del extraño efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo
conectado el soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido
Mercedes, el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los recovecos de la
caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenía instalado justo
encima de la coqueta. Y si ya le había asombrado darse cuenta de que estaba de
pie sobre las patas traseras, aún quedó más maravillado cuando sus ojos se
posaron sobre la imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie
le hacía frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por completo
desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos rufos recordaban su
anterior apariencia.
Dejando escapar un breve
grito inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la causa de aquel
frío sobrecogedor que le atenazaba por todas partes. Su abundante pelambrera
negra había desaparecido. Bajo sus ojos se alargaba el malformado cuerpo de uno
de estos humanos de cuya impericia amatoria solía con tanta frecuencia
burlarse. Resultaba forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el
baúl atiborrado de las más diferentes ropas, reunidas según el caprichoso azar
de la sucesión de los accidentes. El instinto le hizo escoger un traje gris con
rayitas blancas, de aspecto bastante distinguido, con el cual combinó una
camisa lisa de tono tallo de rosa, y una corbata burdeos. Cuando estuvo
cubierto con tal indumentaria, admirado todavía de poder conservar un
equilibrio que en absoluto comprendía, empezó a sentirse mejor, y los dientes
cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando su extraviada mirada vino a
fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra pelambrera esparcido
alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar su perdida apariencia.
Hizo empero, un violento
esfuerzo de voluntad para serenarse, e intentó explicarse el fenómeno. Sus
lecturas le habían enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por parecerle
diáfano. El Mago del Siam debía ser un hombre-lobo y él, Denis, mordido por la
alimaña, acababa de convertirse, recíprocamente, en ser humano.
Ante la idea de que debía
disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió
presa de pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre los
humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban día y
noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba
simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería
preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los
libros no mentían, la transformación habría de ser de duración limitada. Y en
tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad...?
Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas
entrevistas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin
provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió
incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de
paso que, a pesar de la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como
siempre.
Volvió al retrovisor para
contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como había
temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo de un
negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control
de sus orejas, tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y
pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico
espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus
blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que,
después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo
de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de
prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en
caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos.
Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con
paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y
olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de
fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin
complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir
en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches
rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio, cuesta abajo,
cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.
Su elegante aspecto le
reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no
demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se
dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo.
Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El tiempo estaba
despejado y fresco, y la circulación se mantenía dentro de los límites de lo
decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el
bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación
con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió
acto seguido a comprar una bicicleta.
La mañana se le fue en un
abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el
fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de
buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil
encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en
demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un
poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardín des
Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor
apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención.
Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de
serle útil a la hora de regresar a su guarida.
A mediodía estacionó la
máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero
su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecían
privar a la gente de la capacidad de hacerle el mas mínimo reproche. Con el
corazón exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante.
Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le
impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía
que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un
sitio apartado y diligencia en el servicio.
Pero lo que Denis ignoraba
era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo
aquel día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce
Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva
de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y
cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan
súbita invasión, Denis frunció el
ceño. Mas, como se temía, el
maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.
-Lo siento mucho, señor
-dijo aquel hombre lampiño y cabezón-, ¿pero podría hacernos el favor de
compartir su mesa con la señorita?
Denis echó una ojeada a la
zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.
-Encantado -dijo
incorporándose a medias.
-Gracias, caballero -gorjeó
la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.
-Si usted me lo agradece a
mí -prosiguió Denis- ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.
-A la clásica providencia,
sin duda -opinó la monada.
Y a continuación dejó caer
su bolso, que Denis recogió al vuelo.
-¡Oh! -exclamó ella-. ¡Tiene
usted unos reflejos extraordinarios!
-Sí... -confirmó Denis.
-Sus ojos son también
bastante extraños -añadió la joven al cabo de cinco minutos-. Los veo parecidos
a... a...
-¡Ah! -comentó Denis.
-A granates -concluyó ella.
-Es la guerra... -musitó
Denis.
-No le entiendo...
-Quería decir -explicó
Denis-, que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho
granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por
una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.
-¿Estudió usted Ciencias
Políticas? -preguntó la morenita.
-Le juro que no volveré a
hacerlo.
-Le encuentro bastante
fascinante -aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo había
dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.
-De buena gana le devolvería
el piropo, pero pasándolo al género femenino -expresóse Denis, madrigalesco.
Salieron juntos del
restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de
allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.
-¿Por qué no viene a ver mi
colección de grabados japoneses? -acabó susurrando al oído de Denis.
-¿Sería prudente? -inquirió
éste-. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes no lo vería con
inquietud?
-Digamos que soy un poco
huérfana -gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de
su ahusado índice.
-Una verdadera lástima
-comentó cortésmente su distinguido acompañante.
Al llegar al hotel creyó
darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También
constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese
establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la
escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas,
inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó
tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante
instruido, apretó nuevamente el paso.
Por lo que tenía de cómica,
la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de
Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy
pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los
conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a
determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el
artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a
la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno
del bueno de Denis.
Apenas si comenzaba éste a
salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido
hasta entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y pálido, se
incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera,
con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el
bolsillo interior de su americana.
-¿Desea una foto mía? -dijo
sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.
Se sintió halagado pero, por
el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenía, al
instante se dio cuenta del inmenso error de tan aventurada suposición.
-Esto... eh... sí, querido
mío -acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba o no
tomando la cabellera.
Denis volvió a fruncir el
ceño. Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.
-¡Así que es usted una de
esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor
Mauriac! -explotó finalmente-. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!
Se disponía ella a replicar,
y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo
serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de
hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo
antropomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados
exabruptos.
De las órbitas de Denis
emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los
globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.
-¡Haga el favor de cubrirse
y de largarse en el acto! -sugirió Denis.
Y para aumentar el efecto,
tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante
inspiración se le había pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de
experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.
Aterrorizada, la damisela se
vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un reloj de péndulo
para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reír. Se sentía
asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.
-Debe ser el sabor de la
venganza -aventuró en voz alta.
Volvió a poner donde
correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a
la calle. Había caído la noche, el bulevar resplandecía de manera maravillosa.
No había caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le acercaron.
Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros
demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.
-¿Podemos hablar con usted?
-dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo.
-¿De qué? -se asombró Denis.
-No te hagas el tonto
-profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.
-Entremos ahí.. -propuso el
aceitunado según pasaban por delante de un bar.
Lleno de curiosidad, Denis
entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecía interesante.
-¿Saben jugar al bridge?
-pregunto a sus acompañantes.
-Pronto vas a necesitar uno
-sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía irritado.
-Querido amigo -dijo el
aceitunado una vez que hubieron tomado asiento-, acaba usted de comportarse de
una manera muy poco correcta con una jovencita.
Denis comenzó a reír a
mandíbula batiente.
-¡Le hace gracia al muy
rufián! -observó el colorado-. Ya veréis como dentro de poco le hace menos.
-Da la casualidad -prosiguió
el flaco- de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.
Denis comprendió de repente.
-Ahora entiendo -dijo-.
Ustedes son sus chulos.
Los tres se levantaron como
movidos por un resorte.
-¡No nos busques las
vueltas! -amenazó el más grueso.
Denis los contemplaba.
-Noto que voy a
encolerizarme -dijo finalmente con mucha calma-. Será la primera vez en mi
vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.
Los tres individuos parecían
desorientados.
-¡Arreglado vas si piensas
que nos asustas, gilipollas! -tronó el grueso.
Al tercero no le gustaba
hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el
mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y
apretó. La cosa debió doler.
Una botella vino a aterrizar
sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.
-Te vamos a escabechar -dijo
el aceitunado.
El bar se había quedado
vacío. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido,
se quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de
los pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.
Siguió una breve refriega al
final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en
el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al
índigo. Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El
corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en un
reloj de pared. Las once.
«¡Por mis barbas», pensó,
«es hora de marcharse!»
Se puso apresuradamente las
gafas oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma pletórica de odio, pero
la proximidad de su partida le apaciguó. Pagó la cuenta, recogió el equipaje,
montó en su bicicleta, y se puso a pedalear incansablemente como un verdadero
Coppi. Estaba llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el
alto.
-¿O sea que va usted sin
luces? -preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.
-¿Cómo? -se extrañó Denis-.
¿Y por qué no? Veo de sobra.
-No se llevan para ver
-explicó el agente- sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un accidente?
Entonces, ¿qué?
-¡Ah! -exclamó Denis-. Sí;
tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces de este
armatoste?
-¿Se está burlando de mí?
-indagó el alguacil.
-Escuche -se puso serio
Denis-. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de nadie.
-¿Quiere usted que le ponga
una multa? -dijo el infecto municipal.
-Es usted pelmazo de más
-replicó el lobo ciclista.
-¡De acuerdo! -sentenció el
innoble bellaco-. Pues ahí va...
Y sacando la libreta y un
bolígrafo, bajó la nariz un instante.
-¿Su nombre, por favor?
-preguntó volviendo a levantarla.
Después, sopló con todas sus
fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver
la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho.
En el mencionado asalto,
Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su
furioso avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de
ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout -fina
alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo-
y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Ville-d'Avray.
Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al Restaurante Cabassud, advirtió
cierta agitación a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se
internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente,
algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.
Desde la primera campanada,
Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a
los pedales; sus piernas parecían irse acortando paulatinamente. A la luz del
claro de luna seguía sin embargo escalando, montado sobre su rayo mecánico, por
entre la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su
sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros en el
suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.
Felizmente para él. Pues
apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policía,
entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída bicicleta. El
motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el treinta y nueve por
ciento de su capacidad auditiva. Apenas recobrada la apariencia de lobo y sin
dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesí que lo
había asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan apacible y
tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus buenos
principios como su mansedumbre. La ira vengadora, cuyos efectos se habían
manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine -uno de los cuales,
apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de
la Prefectura, Brigada Mundana-, le parecía a la vez inimaginable y fascinante.
Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente,
pensó no obstante, la penosa transformación habría de limitarse a los días de
plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese
deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.