La Leyenda del Gran Eclipse
En
la orilla del Mundo, allá donde el norte y el sur se cruzaban, habitaban dos
jóvenes mujeres, sus cuerpos eran los últimos rincones donde la magia aún
existía: pura, pacífica y luminosa.
La primera de ella era Agatha, quien tenía la dualidad
atrapada en su cuerpo. Vestía de medianoche, con pálidas estrellas bordadas a
su piel y platinados cabellos, que desordenados le caían sobre sus caderas. Sus
ojos azul profundo eran una media luna; la más bella de las lunas, ahí,
dispuestas a mostrarle la maleza sobre la cual caminaba siempre de puntas, como
si apenas rozaran sus pies aquel verdor acariciado por las primeras horas del
día. Parecía la joven un trozo de noche, vagabundo por las orillas desiertas de
la mañana. Cuando caía la noche, y los grillos interpretaban serenatas lunares;
Agatha se vestía de claridad. Su piel se tornaba dorada como las arenas bañadas
por las olas, su cabello antes platinado adquiría un tono carmín, sus ojos se
amielaban en una circunferencia perfecta. Echaba a andar, exhausta, por los
senderos que van de norte a sur, hasta encontrar su casa en el cruce de dichos
puntos cardinales. Y mientras dormía, su cuerpo rodeado de almohadones,
irradiaba luminosidad entre las sombras propias de la madrugada.
La
segunda, una joven pelirroja, nacida durante la primera luna del año del
Dragón, se llamaba Chisty, ella tenía un abismo dentro de su ombligo, podía
tocarlo y sentirlo cuando lo acariciaba con sus dedos. Sabía que en su interior
había una profundidad desconocida, inexplorada, incluso por ella misma. A
veces, cuando se despertaba agitada en las oscuras horas de los sueños,
percibía las vibraciones que se gestaban en aquel abismo, desde ahí se
escapaban ruidos, murmullos, respiraciones y exhalaciones; las cuales le
imposibilitaban volver a conciliar el sueño. Su piel rugosa de cálidos tonos,
sufría constantes temblores; principalmente temblores nocturnos. Le venía un
acceso de suspiros y sin poder contenerlo, la piel que le cubría el cuerpo de
los pies a la cabeza, se agitaba con violencia. Tras esto, el silencio parecía
filtrarse entre los poros de su piel y derramarse hasta el fondo del abismo. La
calma se presentaba poco después, una calma dulzona.
Un día de principios de mes, aquel mes considerado por los
termómetros el más frío de los doce; sobrevino el Gran Eclipse. Las manecillas
de todos los relojes de aquella región, marcaron con exactitud las trece horas,
cuando en lo alto del cielo libre de nubes, la luna oculto al sol. La oscuridad
invadió hasta los rincones más inhóspitos, y por supuesto, también se hizo
presente en casa de Agatha. La joven asomó su cabeza por la ventaba orientada
al sur, sus cabellos plateados comenzaron a tornarse rojizos, plateados,
rojizos; algunos quedaron plateados otros rojizos. Lo mismo ocurrió con sus
pupilas, con su piel, en todo cuando ella era. Cerró la ventada y desató las
cortinas, temerosa y sin poder contener el temblor de sus manos. Se dejó caer
sobre el sillón de su casa. Un grito proveniente de los vientos del norte,
alcanzó a colarse hasta el interior de su casa, era el grito de una mujer.
Ayúdenme,
parecía chillar una ráfaga ventosa contra la ventana.
Todavía con los ojos cerrados y el
temblor expendiéndose al resto de su dualidad, Agatha sentía como la oscuridad
se filtraba, a manera de humo espeso, hasta las más insignificantes grietas. Hubiera preferido no salir bajo aquellas
condiciones; pero la insistencia de aquella ráfaga ventosa, que traía hasta su
casa, una lejana voz de mujer, le provocó abandonar, mucho más que el sillón
sobre el cual se encontraba sentada, y salir al encuentro de la luna y el sol.
Fue así, como tras controlar el temblor generalizado que ya le invadía todo su
cuerpo, logró abrir la puerta.
Los ojos de Agatha quedaron cegados
ante aquel negro dominante, y de pronto sintió que se asfixiaba, que el aire no
alcanzaba a llegarle a los pulmones, inhalaba con fuerza, pero parecía no ser
suficiente. Su cuerpo tembloroso le provocaba inseguridad, temía tropezar y
caer de un momento a otro. Respiró entonces con lentitud, mientras en su mente
visualizaba el terreno sobre el cual estaba parada, y que debido al Gran
Eclipse le era imposible reconocer.
Por
favor, necesito ayuda. La voz llegó hasta ella aún más tenue, casi
imperceptible; apenas un susurro que bien podía confundirse con la potencia del
viento contra las ramas de los árboles.
-¿Pero hacia dónde debo ir? – se
preguntó tras hincarse sobre aquella húmeda maleza. Depositó luego sus manos
contra el suelo, mirando la redondez de la luna cubriendo la circunferencia del
sol.
La oscuridad continuó.
-¿Me escuchas? Yo a ti si puedo
oírte… ¡Dime dónde estás! – comenzó a vociferar Agatha con la misma
desesperación con la cual se arrastraba sobre la maleza.
El cantó de las aves, de los
grillos; las hojas al ser arrancadas de sus ramas, la ferocidad del viento
contra los árboles; el aullido de los lobos sobre las colinas, el lamento de
las fieras; la cascada, el descenso del río. Semejante avalancha de sonidos ensordecían
a la joven, quien en su intentó por escuchar una vez más aquella voz, atendía
hasta el más leve roce.
Por
favor, no puedo moverme, lo intento pero no logro moverme, ayuda.
-¿Dónde estás? ¿Me escuchas? ¿Dónde estás? – gritó Agatha
incorporándose.
Detrás
de la cascada, por favor ven, no me dejes aquí.
Agatha conocía a ojos cerrados el camino hasta el río, era su
lugar preferido en las noches donde buscarles nombre a las constelaciones,
representaba el único medio para serenar sus impulsos. Exhaló de su cuerpo sus temblores y su desesperación, lo hizo al tiempo que el
aire ingresaba a sus pulmones, mientras lo soltaba por la boca.
Caminó ávida por alcanzar la orilla
del río, para poder entonces ascender hasta la caída de la cascada. Había escuchado,
por boca de algunos viajeros que se detenían
a la puerta de su casa, para solicitar agua antes de continuar su
travesía; que un poco más allá, algunas casas poblaban un valle, sobre el cual
luces violáceas resplandecían en el cielo al morir la tarde. Seguramente, pensó
Agatha, allí vivía la dueña de aquella voz que con tanta insistencia solicitaba
auxilio. Sin embargo, ella misma no se sentía del todo bien. Desde la caída de
la oscuridad, la dualidad propia de su ser, había comenzado a dolerle, no conocía
la raíz de aquello; pero hasta la planta del pie era sensible al roce de la
húmeda maleza. Por eso su andar era
lento, por eso se detenía para frotarse los brazos y entrar en calor, por eso
jadeaba como si llevara sobre los hombros un enorme peso.
No
creo soportar más, por favor, no me dejes aquí. Escuchó por última vez,
justo cuando iba cruzando frente a la caída de la cascada. Y aquella voz se
volvió silencio. Agatha la llamó en vano, grito y alzó su voz; no obtuvo
respuesta. Hizo un último esfuerzo, obligando a sus pies a correr hacia el
valle aquel donde habitaban esas casas, acerca
de las cuales, los viajeros mencionaban
las más bellas descripciones. Apretaba su mandíbula para mantener el
dolor en el límite de sus fuerzas.
Cuando la cascada quedó a sus
espaldas, alcanzó a divisar el valle, bordeado por esbeltas coníferas. Sin
embargo, las pocas casas que aún se alzaban ahí, se encontraban totalmente en
ruinas. La mayoría de las paredes estaban incompletas, puertas y ventanas
carcomidas, entelarañados sus rincones, sumidos en la oscuridad, el silencio y
el frío.
-He llegado tarde…demasiado –
murmuró Agatha derrumbándose en el umbral de una de aquellas ruinas.
Sollozó con la redondez de la luna
cubriendo aún la circunferencia del sol.
Un cálido y brillante fluido, de
aspecto incorpóreo, parecía emanar por
debajo de la rendija de la última casa de aquel valle. En un primer momento,
Agatha simplemente lo sintió; después, tras sondear la zona, localizó el lugar
exacto. Al entrar, el cuerpo tendido sobre el piso de madera, le lleno la
visión. Del ombligo de la joven se derramaba semejante fluido, tan cálido, tan
brillante.
La dualidad atrapada en el cuerpo de
Agatha, avanzó hasta la joven, se hincó junto a ella, llorosa ante la
inmovilidad. Sus dedos acariciaron aquel fluido, estoy aquí, le dijo. La magia dormida en el abismo al interior del
ombligo de Chisty, la magia vibrante en la
dualidad de Agatha: pura, pacifica, luminosa; se mezclaron, tornándose
un torrente que fluyó hacia el cielo.
El movimiento de la luna comenzó a mostrar fragmentos del sol.
El Gran Eclipse se desvaneció en el instante mismo en que la mirada de ambas
jóvenes se cruzaron por primera vez.
-No soy la única, en ti también habita la magia – dijo
Chisty apretando la pequeña mano de
Agatha entre las suyas.
ESPERO QUE ESTE CUENTO SEA DE SU AGRADO, ES UNA DE MIS HISTORIAS FAVORITAS, DISFRUTE MUCHO ESCRIBIÉNDOLO. AUNQUE NO TIENE MUCHO QUE VER CON ESTAS FECHAS NAVIDEÑAS, LO CONSIDERO UN CUENTO LLENO DE MAGIA Y ESPERANZA. SUS COMENTARIOS AL RESPECTO SON SIEMPRE BIENVENIDOS.
¡FELIZ NAVIDAD 2013!