¡Y CON USTEDES EL CUENTO DE LA SEMANA!
EN ESTA OCASIÓN QUISE PRESENTARLES UN CUENTO QUE ESCRIBÍ PARA MI CLASE DE TÉCNICAS NARRATIVAS, Y AL CUAL LE TENGO MUCHO CARIÑO PORQUE SURGIÓ EN UN MOMENTO DE TOTAL INSPIRACIÓN ESPONTANEA. RECUERDO QUE IBA CAMINANDO POR UN PARQUE CERCANO A MI CASA, CUANDO LA FRASE REITERATIVA QUE ESTABA DICIENDO UNA VIAJECITA SENTADA EN UNA DE LAS BANCAS DE DICHO PARQUE, ME GENERÓ UNA HISTORIA. EN CUANTO LLEGUÉ A MI DOMICILIO, ME TUVE QUE PONER A ESCRIBIR EL CUENTO, PORQUE SABÍA QUE SI LO DEJABA PARA DESPUÉS YA NO RECORDARÍA AQUELLO. ESTUVE AHÍ SENTADA FRENTE A LA COMPUTADORA POR ESPACIO DE DOS HORAS, ESCRIBIENDO Y REESCRIBIENDO HASTA QUE POR FIN TERMINÉ MI CUENTO. ESPERO DISFRUTEN LEYÉNDOLO TANTO COMO YO HICE AL ESCRIBIRLO.
Una
premonición para Susana
Hacía tan poco que había oscurecido, el
ritmo de mis pasos me conducía despreocupadamente sobre el pavimento, tarareando
una cancioncilla en mi memoria, aspirando los aromas que emanan del agua
aletargada de los charcos. Crucé bajo la sombra del farol, su luz iluminó
parcialmente mi rostro, sólo una sección de mi boca. Enseguida mi cuerpo quedó
oculto por las oscuridades de la noche. Sentada en un equipal delante del cancel de su casa, se
encontraba una anciana, sus años rondaban los ochenta y tantos, cabeceaba sobre
un almohadón con su respiración agitada. Mis pasos disminuyeron su velocidad, conforme
me acercaba a la presencia de la anciana, la cual obstaculizaba el trayecto
hasta la entrada de mi casa, un par de metros más adelante. Sus ojos se
abrieron cuando rodeé su equipal, cambiando mi bolso para no rozarle el brazo.
-¿Qué día es hoy? – me preguntó
alargando su mano hasta alcanzar el mío - ¿Qué día es hoy? ¡Dímelo, por favor!
– su voz me pareció un goteo intermitente.
Sentí un escalofrío ascender desde la
punta de mis dedos hasta mi columna. Le sonreí al tiempo que traía la fecha del
calendario a mi boca.
-Hoy es nueve de junio, todavía es nueve
de junio – me apresuré a contestarle.
-Claro, hasta las doce de la noche – murmuró
y volvió a recargar su cabeza contra el almohadón.
-Buenas noches – dije y continué mi
camino.
Aquella noche tuve pesadillas, un
gigantesco cajón mortuorio era custodiado por infinidad de velas, las plegarias
se alzaban sobre un llanto apartado del difunto. Los rostros eran sombras
desdibujadas que no pertenecían a nadie, ni a mí misma, ni a nadie. Cuando
desperté estaba inundada de un sudor helado que cubría mi frente.
Abandoné la casa para subir a mi carro y
dirigirme a la oficina. Eran las ocho, estaba algo retrasada, mis tacones
apresurados cimbraban el suelo húmedo a causa de la llovizna de la noche
anterior. Al momento de cruzar frente a la casa de la anciana mujer,
alcancé a percibir su rostro
apergaminado contra los cristales, me pareció notar una mueca de dolor. Ni
siquiera noté el momento en que me quedé ahí parada observándola; sus ojos me
resultaban suplicantes. Llevé mi mirada del rostro de la anciana al reloj en mi
muñeca, le eché un primer vistazo, uno medio distraído, el número en el mismo
me dejó aturdida. Observé de nuevo el reloj, el número estaba ahí, un
reluciente once. La fecha atravesó en mi memoria el rostro de la anciana. No te
equivocas me decía a mi misma, hoy es once de junio.
La pesadilla se enredó a mis sábanas con
la misma intensidad de la noche anterior, asfixiando mi cuerpo con sus
imágenes. El mismo cajón mortuorio envuelto en rosarios y gemidos, aquella
oscuridad invadida de velas a medio consumir y…Ahí estaba yo, caminando en línea
recta hasta el difunto, las manos cubrían parcialmente mi cara, enrojecida a
fuerza de tanto llorar. A medida que avanzaba toda aquella escena parecía
retroceder y retroceder, y yo continuaba avanzando, con esa necesidad imperiosa
de una despedida final, y todo aquello se alejaba. Sentí que al fin ambas manos se aferraban a la tapa del
cajón… Entonces el sueño se desvaneció, en el sonido de la alarma que anunció
chillona que había amanecido.
Por la tarde regresé temprano del trabajo,
bebía café a sorbos, estacioné el auto dos puertas más delante de mi casa, pues
alguien más se había apropiado de mi cochera para el suyo. Me entretuve sacando
algunos papeles de la cajuela, mis manos movían aquí y allá y no sentí detrás
de mí, los pasos de la anciana que se acercaba. Para cuando apilé bastantes en
el espacio entre los brazos y di media vuelta; el rostro de la marchita mujer,
estaba demasiado cerca del mío. Su voz rebotó contra mi oído y estalló en
cientos de fragmentos, como si se tratara de un cristal tras el impacto.
-¿Qué día es hoy? – me cuestionó la
anciana, y aquellos ojos me parecieron tan carentes de luz, que produjeron
miedo en mi persona, miedo transformado en un brutal escalofrío - ¿Qué día es
hoy? Tú sabes que necesito conocerlo.
-Ah pues… - murmuré sacando el celular
de mi bolso para verificar la fecha – veamos es… - sobra decir que las manos me
bailaban conforme rebuscaba el aparato en el interior – Hoy es… hoy es…trece de
junio me parece… sí claro, trece de junio – le confirmé aún con la mirada
atorada en la pantalla de mi celular.
-Voy a arrastrar mi equipal para tomar
los últimos rayos de sol en mi cochera – dijo luego de darme la espalda -.
Gracias por la fecha, lo había olvidado. ¡Trece de Junio! – exclamó para sí
misma, al tiempo que trenzaba sus pocos cabellos blancos.
Regresó la misma escena a mi cuerpo
dormido, el cajón mortuorio al fondo de aquella sala de velación, una mujer que
apretujaba contra su pecho las cuentas de su rosario, a su voz otras tantas
respondían con iguales palabras, iguales palabras pero no los mismos pesares.
Aquella oscuridad invadida de cabos de vela a punto de consumirse, tragados por
su propia cera, y por la intensidad con la cual ardieron. Y de nuevo ahí estaba
yo, de pie contra el marco de la puerta, mi voz se escapaba en forma de
lamentos, porque aquel difundo partía mi corazón, palpitaba con normalidad pero
dentro de él algo estaba roto. Tambaleante caminaba entre aquellos seres
orantes, sentía tan cerca de mí el cajón, sin embargo necesitaba continuar
andando y andando, y aún lo sentía tan cerca, y el tan nunca terminaba de
morir. Estaba desesperada, quería ponerle rostro a mi difunto.
Me vi obligada a volver a casa cerca ya
del medio día, había olvidado unos documentos de suma importancia sobre la mesa
del comedor. Yo me negué a cruzar media ciudad por esos papeles; pero mi jefe
me dio un ultimátum. No necesité otro tipo de incentivo, regresé a eso de
ochenta kilómetros por hora. Ni siquiera estacioné el auto, bajé de un salto y
corrí sobre tacones hasta y desde mi comedor. Justo antes de arrancar, una
mujer, trigueña me pareció, salió de casa de la anciana y colocó un moño negro
sujeto a los barrotes de la cochera. Despegué ambas manos del volante y salí
del auto. Observé aquel listónsin saber si avanzar o retroceder. Enseguida, la
misma mujer, pegó un letrero donde estaba especificada, la dirección de la
funeraria donde velarían a la anciana; cuyo nombre por cierto, no consigo olvidar,
Susana.
El celular vibró dentro de la bolsa de
mi pantalón, en automático contesté la
llamada, con un bueno carente de
sonido. La voz de mi jefe se extendió apresurando mi regreso con aquellos
documentos. Colgué, fue entonces que aquellas letras en blanco, se clavaron
directo en mis ojos, gritándome consternadas, tanto como yo misma lo estaría
tras leerlas: jueves diecinueve de junio del dos mil once.